No eran ni las nueve de la mañana, en Nueva York no eran ni las nueve. Estaban aún los matinales, los morning-show, estaban Charles Gibson y Diane Sawyer. Estaba 'Good Morning América'. Y el atentado sucedió.
A todos nos pilló de imprevisto, a todos nos sorprendió. El shock nos dejó paralizados, paralizados como sociedad. Y en medio de la parálisis, Peter Jennings llegó a Times Square. No tuvo que ser fácil llegar a esa calle, que no solo sirve para ver una bola caer cada 31 de diciembre, sino que también sirve para albergar las instalaciones de ABC.
Y allí estaba Jennings, pasados pocos minutos de las nueve de la mañana, sentado en una silla de la que no se levantaría las próximas 17 horas. Peter era así. Trabajaba sin cesar, pese a que reconocía ser un vago en su juventud. Como cambian las vidas.
Jennings dio aquel día una lección de periodismo, y lo dio desde las pantallas de la televisión, como solía hacerlo. No pretendía ser un correcto robot, sino que contaba las cosas como sucedían, como él las vivía.
Estaba entre cuatro paredes, en una ciudad que estaba en el medio del caos, pero él no perdía la calma. No era de los de ponerse nerviosos, y se notaba. Transmitía siempre, y ese día no fue la excepción, una sensación de profunda calma. La mejor manera de ordenar lo que ocurría.
Y allí aguantó, sin parar, hasta cerca de las dos de la madrugada. Elizabeth Vargas, presentadora del informativo del fin de semana, trasnochó para que Jennings pudiera dormir, aunque no sabemos si eso era lo que quería. Se despidió apoyado sobre la mesa, sin la sensación de cansancio, y se marchó por la redacción. Jennings sabía como era el lenguaje de la televisión.
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